El título Corre la sangre, doña Inés, leído así de pronto, no dice demasiado, pero una vez conocida su historia resulta premonitorio, totalitario y devastador.

El carácter histórico de la novela de Javier Suazo no desmerece su lado más pasional y severo, propio de la condición humana. A pesar de          que la sangre es el símbolo y la consecuencia de la novela, son las pasiones que someten a los seres humanos su verdadero tema.

La ambición por el oro y el poder, el deseo profundo por una mujer y por un hombre, la sed de justicia y de venganza son los motores de los personajes, la verdadera causa de la muerte; de que corra la sangre, la maldita y la inocente. A veces Inés de Atienza parece sólo el pretexto para dinamitar el volcán de pasiones que es el alma humana.

La sangre corre no solamente por la muerte. Gracias a las precisas descripciones de Suazo es posible imaginar el torrente sanguíneo hirviendo por el amor, los celos, la rabia, la ira, el odio, el deseo y los nervios posteriores a la muerte, más precisamente al asesinato. Esos hombres en apariencia fuertes y gallardos se perciben tan pequeños y débiles que ya jamás se los vuelve a pensar de la misma manera. No hay villanos, solo unos pobres y tristes humanos. ¿Qué se podía esperar de una conquista así? Es también la sangre del río, de la selva, de la tradición de un pueblo la que corre.

No es casual que, entre tanta mortandad, la historia (polifónica) se cuente desde el más allá, casi siempre desde el infierno, sobre todo al final de ella. Parece que la muerte dota a los personajes de una nueva perspectiva, quizá no mejor pero sí diferente. A veces se dan cuenta de su mortal insensatez, aunque en otras ocasiones son dignos portadores de aquella idea de hechura y figura hasta la sepultura.

Desde el punto de vista de la construcción literaria, que la voz narrativa sean casi siempre seres del más allá resuelve muchos conflictos, sobre todo porque la historia pura tiene ubicaciones espaciotemporales muy extendidas y dispersas.  Y en algunas ocasiones, los sentimientos, las verdaderas intenciones y las subjetividades son claves para que el mecanismo de la historia funcione. Si solo la contara un personaje o un mero narrador omnisciente, perdería muchísima fuerza. 

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Ahora bien, no todos los narradores “espíritus” tienen las mismas facultades para contar la historia. Los espíritus de la selva o de los incas, por ejemplo, digamos aquellos que se pueden preciar de un nivel de sabiduría más elevado, funcionan como un narrador omnisciente: «En su mente, los pensamientos se enredan como lo hacen las anacondas cuando se aparean» (pág. 26). Se puede apreciar como el narrador adivina y afirma los pensamientos de los personajes. Por cierto, de estos no se dice si están en el cielo o en el infierno.

Los narradores nativos tienen un tono más limpio y solemne, en cambio los conquistadores son presentados como vulgares, usualmente.

En cambio, aquellos que narran desde el infierno o la sucia tumba (se usan imágenes sobre ellos que incitan el asco), tienen una condición prácticamente de narrador testigo. «Yo no alcancé a ver la fatalidad, tan enfrascado como estaba en la trama para eliminar a Aguirre» (pág. 175).

Otra particularidad en sus mecanismos narrativos es que el paciente de la historia, es decir, a quién se está contando es a Inés. Un buen ejemplo, por su buen manejo, de un relato en segunda persona. De hecho, ya se intuye en el nombre de la novela, es a Inés a quien se le dice que corre la sangre.

A doña Inés le da un papel activo en su devenir cotidiano. Calcula, reacciona, actúa, desea y toma decisiones. No se la propone como ornamental ni como víctima, es simplemente parte del juego de intereses y poderes que se configura en la historia. Inés es, además, símbolo de la hermosura y el misterio del encuentro de dos mundos.

Josué R. Álvarez

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