La tradición era simple: había que dejarse mojar por la primera lluvia de mayo. Decía mi abuela que traía buena suerte y prosperidad. Yo lo pensaba como una nueva oportunidad por si los rituales de inicio de año no se habían hecho con el procedimiento correcto. Igual, aunque fuera la primera o la última de ese mes o de cualquier otro, para un niño es divertido estar bajo la lluvia.

El ruidoso anuncio de las primeras gotas en el techo nos alertaba, y corríamos al encuentro del agua que bajaba del cielo. Era un momento de esperanza a pesar de las penas y las dificultades. No recuerdo si se persignaban mi mamá y mi abuela, tengo la sospecha, casi recuerdo, de que sí lo hacían. Debo confesar que yo nunca me lo terminé de creer en la infancia, y ya luego en la adultez, lo descarté. Es más, escribo esto en mayo, veo mi ventana, y la densidad del esmog me hacen pensar en esa primera lluvia como lluvia ácida.

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Pero pienso en ese acto de mojarse con el agua de mayo y me enternezco. Cuando el cielo era casi un medio de comunicación, debió ser un enorme alivio para los campesinos ver la lluvia caer y pensar que sería un buen invierno, ni seco ni violento, un invierno correcto; era sinónimo de siembra, de alimento y quizá de un poco de dinero. Hoy, por ejemplo, en esta ciudad que se ha vuelto tan seca y con tantos sedientos, también es un alivio la lluvia.

Yo no recuerdo cuando fue la última vez que me mojé con la primera lluvia de mayo, sin embargo, es probable que, si me toma por sorpresa caminando a dar clases o pensando en la literatura, no me moleste, hasta puede que sonría, y recuerde a mi abuela Francisca sin pensar en el esmog ni la lluvia ácida, creyendo firmemente en la bendición del agua.

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