Karla Herrera tiene en «Silencios habitados» una propuesta verdaderamente arriesgada. Narra la historia de una persona que padece parálisis. Esto es poner el foco en un personaje que no tiene ni voz ni movilidad, lo que indudablemente podría complicar la narración. Pero este hecho es una metáfora de la dificultad que implica la parálisis en una persona. Cualquiera pensaría, como primer impulso, en la imposibilidad de esta narración; como cualquier persona pensaría, también como primer impulso, en la imposibilidad de una vida «normal». Herrera se vale, pues, de múltiples recursos narrativos para que se vuelva un texto, además de concientizador, atractivo desde el punto de vista literario.
Suyapa, conoce el mundo sobre todo a través de las palabras, a pesar de que ella no tiene el poder de expresarse. Creo que el capítulo llamado «La de los mil nombres» es muy significativo ya que como ella lo expresa la llaman de muchas maneras: «Pita, Tita, Chapi, Suya, Susa, Crista, Sinfa, Cristelita, Isiquilinda, Chapinlandia y hasta Lulú. No me explico de dónde saca ese amplio y ridículo repertorio» (pág. 45). Uno de los problemas que enfrenta Suyapa es que debido a su silencio y a su inmovilidad no puede construirse una identidad propia, sino que está a expensas de lo que las personas piensen de ella, es decir, a expensas de sus etiquetas. Las personas que la rodean creen saber lo que ella quiere o necesita: un nombre de cariño, porque igualmente suponen que el mundo no la acepta como tal y hasta la rechaza.
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El capítulo «Duermevela» es probablemente el más arriesgado desde el punto de vista técnico, pero también es el que más acerca al lector a la experiencia que vive el personaje. Es un monólogo interno en el que no existen comas, puntos, tildes, solamente las palabras echadas al vacío y en el que la cohesión es, cuando no un esfuerzo enorme, una fortuna. Es un capítulo de alguna manera agobiante, es de ese agobio que se siente cuando se tiene un buen rato sin hacer nada y hay muchas preocupaciones. Comienzan a llegar pensamientos tras pensamientos.
Es posible que no sea casual que ese capítulo referido esté inmediatamente después de «Delirium» que describe en su primera parte una convulsión de Suyapa, y a partir de allí lo que hay son diálogos sobre ella y su convulsión. No puede hacer más es escucharlos, no las puede consolar, dice Suyapa en una de las interrupciones del diálogo: «¡Pobrecitas! Quisiera decirles que ya me siento un poco mejor y que se vayan a descansar» (pág. 39). De nuevo, lo único que hay de parte de las personas son ideas de lo que ella siente o piensa. Pero tampoco se las puede culpar, es imposible.
No cabe duda que aún dentro de la normalización de la familia, Suyapa no deja de ser lo raro, hasta suponen que tiene clarividencias. Es decir, su condición la aproximaría, según el juicio de sus cercanos, a lo extraño, a lo distinto a «nosotros», a lo que está más allá. Hay, entonces, una relación de contigüidad semiótica sobre este hecho particular.
«Silencios habitados» es breve, no podía ser de otra manera, porque breves son los espacios que tenemos presentes a este tipo de personas, a menos que sean nuestros cercanos. Digamos que es breve en su justa medida. Pero sin duda es una experiencia narrativa particular y que se puede disfrutar en sus ecos cada vez más reflexivos.
Josué R. Álvarez
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