Los mitos griegos, o debería decir los mitos en general, tienen algo de perverso y de cruel, pero sobre todo son la humanización de lo divino. Pocas cosas en la literatura son tan líricas como ver a un ser tan superior a nosotros sucumbir a las pasiones humanas. Y regalar rosas tiene algo de eso.
Regalar rosas, sobre todo en San Valentín, es una medida desesperada. A eso que llamamos amor y que no tiene ni forma ni color ni aroma ni sabor le buscamos una forma material porque humanamente descreemos de todo aquello que no vemos (basta con recordar a Santo Tomás), y las rosas son el símbolo por excelencia de ese amor romántico. A veces, casi nuestra única forma de darle materia.
Disfrutamos su textura, su aroma, su color, su fresca temperatura. Y decimos: «sí, definitivamente, si el amor tuviera una materia sería esta, no podría ser otra».
El género humano en su desesperación va y corta rosas; bueno, va y compra rosas que alguien más cortó, en realidad solo es cómplice. Puede parecer dramático, pero siendo técnicos, las matamos para luego regalarlas. Y me pregunto yo: ¿se justifica matar flores solo para demostrar nuestro amor humano, que además es imperfecto?
Puede que sí, porque quizás a ejemplo de los dioses griegos, sucumbimos a las pasiones humanas y por desesperación cortamos/matamos rosas, lirios y girasoles y los damos como ofrenda al amor y al ser amado. Es que es tan desesperado el amor, tan capaz de lo terrible.
Josué R. Álvarez
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