Históricamente el concepto «ciudadanía» ha estado ligado no solo a derechos, sino a habilidades e incluso voluntades sociales y políticas. Por ejemplo, hubo un tiempo en el que en Honduras solamente podía ser ciudadano quien supiera leer y escribir. Quien no pudiera hacerlo no ejercía el sufragio. Y a pesar de que estas personas pudieran tener la etiqueta de ciudadanos, no era así, al menos en la esencia del término. Debe entenderse, entonces, no como un estatus, sino acto.

Sucede lo mismo con la ciudadanía digital. Esta, como bien se explica en Ciudadanías digitales no solamente consiste en estar, es decir, usar un dispositivo móvil e interactuar en las redes sociales, sino que le corresponde informarse, debatir, criticar, votar y comprometerse. El quid del asunto es que puede haber una ilusión de participación. Y eso es para mí uno de los problemas más grandes: puede que no haya muchos que se pregunten si de verdad participan de una democracia digital.

No basta usar un tablet, un teléfono inteligente o una computadora para llamarse ciudadano. Eso es lo mismo que decir que por nacer somos capaces de tomar buenas decisiones. Hay que aprender unos códigos, unos lenguajes y unos mecanismos narrativos y discursivos.

La identificación colectiva necesita de una narratología, de un discurso propio o en su defecto apropiado. El mundo digital tiene la capacidad de aglomerar pensamientos similares lo suficiente como para que todos se sientan apoyados, pero a la vez enfrenta a corrientes de pensamiento opuestas, también lo suficiente como para creer que no se es parte de un pensamiento totalitario. Lo que, por supuesto, facilita que vivamos en una posverdad cada vez más severa.

Por esa razón las ciudadanías digitales son tan radicales y manipulables. Dos términos que al menos en la política no pueden vivir separados. Los radicalismos solamente son posibles por la manipulación. Y sin estos elementos la vigilancia digita sería inútil.

La vigilancia digital no es tan nefasta en sí misma, ni siquiera es la monetización, el verdadero problema es que esos datos, como en el caso de Cambrigde Analytica, son usados para manipular a las personas. Y estas al creerse activas, participantes, promotoras de cambio y escuchadas —ciudadanas hechas y derechas, al fin y al cabo— bajan la guardia.

Bajo estos términos no es posible una democracia digital. Al menos no en esencia. Tiene las mismas debilidades que la democracia de siempre, pero con amenazas mayores y que pueden pasar incluso por fortalezas.

Esa ilusión de participación se puede percibir en Honduras. Donde presumo sería bastante fácil vigilar y castigar, para remitirme a la filosofía. Sobre todo, porque basta con entrar a una red social para comprender que los nuevos códigos narrativos que exige la ciudadanía digital no han sido aprendidos. Y que se confunde «compartir» con «generar» y «repetir» con «crear». La polarización no se queda en el patio virtual, se traslada a la sociedad dura. Y quizá eso es lo más peligroso.  

Ese es según mi juicio el verdadero riesgo. En lo que no se centró Le Figaro y en lo que no se centraría ningún medio de comunicación. ¿No será momento de educarnos al respecto?

Josué Álvarez